sábado, 17 de enero de 2015

Gerardo Diego: El Talgo



Una exposición de trenes de juguete es una juguetería para mayores que no se paga con nada. Qué envidia no poder llevarse a casa unos kilómetros de vía férrea, reducidos a la escala de unos pocos metros, los que da de sí nuestro pasillo y la vuelta por la sala y despacho hasta empalmar de nuevo con la puerta del comedor. Desde mi balcón puedo contemplar a un vecino más afortunado que posee uno de esos trenes en miniatura y se siente jefe de tráfico y ordena las maniobras y luces de señales y el rodar suavísimo sobre los rieles rielados de reflejos eléctricos, ya que no lunarios.
Ahora los coleccionistas se sienten inquietos e impacientes y su corazón no descansará hasta poseer un Talgo de juguete. Mientras las hora de que el maravilloso y liviano vehículo , gusano o ciempiés alumínico de tamaño gigante, agujeree los túneles del Guadarrama o enhebre el desfiladero de Pancorbo, llevándonos en muelle y velocísima suspensión, nos contentaríamos con un talguito liliputiense para acariciar sus curvas aerodinámicas y tumbarnos en el suelo como Gulliver al examinar la carroza de la reina.
Uno no puede evitar cierta deformación profesional de ingeniero descuartizador, y a veces inventor de palabras. Y esa vocación le lleva a uno a felicitar a Alejandro Goicoechea no sólo por la invención del tren, sino por la felicidad de su bautizo idiomático con el nombre tan sonoro, significativo y español de "Talgo". Gracias a ese nombre puede recordarse en seguida que "Talgo" es el de Alejandro Goicoechea, con lo cual se satisface sin vanidad el derecho y casi el deber de perpetuar en los hijos la sangre de nuestros nombres. Generalmente estas palabras acrósticas, anagramáticas o artificiales suelen dar unos resultados horrendos, repelentes cadáveres de seudopalabras, que hieren doblemente el oído por su delito contra la eufonía y contra el genio tradicional de la lengua.
Pero con el "Talgo", una verdadera palabra, bella, esbelta y graciosa, se incorpora a nuestro acervo milenario. Porque "Talgo" suena quijotescamente a "hidalgo" y consuena también con "galgo", lo que es muy importante para el alígero destino y para la configuración buída del nuevo móvil. Magnífica palabra castellana, digna de ser castiza y realizada milagrosamente con cinco iniciales sin trampa ni cartón. Ya tienen los poetas otro consonante en "algo", que ya es algo, mucho para sus devaneos y torturas pesquisidoras. Quién sabe si con la nueva palabra se evitará otra pérdida o retraso de vocación como la de cierto poeta que, cuando tenía trece años y estudiaba Preceptiva Literaria,, se creyó en el ilusionado deber de rimar. Pensó, claro, que tenía que ser un soneto, que ese soneto necesariamente cantaría a Don Quijote y que el primer verso no podía ser otro que el siguiente endecasílabo "Soy Don Quijote, el Ingenioso Hidalgo". Pero, ay fracasó al llegar a la cuarta solución. No hubo medio de encajar decorosamente la única palabra en "algo" que le quedaba disponible. Y renunció, él creía que para siempre, a la juglaría, convencido de que había nacido para cualquier cosa que no fuera jugar con las palabras en busca de musicales emociones. Fué un siempre que duró seis años y tuvieron que pasar cosas tremendas para que volviera, temeroso, a intentar la aventura. Y todo por no haberse inventado todavía el "Talgo".
Diario ABC. 22/06/1949.

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